En
una habitación pequeña y oscura, un hombre duerme boca arriba. Abre los ojos y
vuelve a cerrarlos. Abiertos, clavados en un punto del cielo raso. Sobre la
almohada, su mano derecha descansa borrosa. El dedo anular comienza a moverse
fuera de foco, se detiene al contacto con el pulgar. Levanta su espalda y se
incorpora sin ver. Finalmente se levanta. Camina dormido por el pasillo, sus
manos acarician a ambos lados la pared, hasta llegar al baño. Cepilla sus
dientes sin despertar. Salpica el espejo. Deja correr el agua. Cierra la
canilla sin lavarse la cara.
Entra
en la cocina. Los platos sucios sostienen la grasa desde hace tres días, sólo
ha cambiado el olor del ambiente. Hierve una jarra con café, se sirve una taza
y lo traga con asco. Contiene una arcada con su mano sobre la boca. Cuatro
pasos hasta el comedor. Se abren las puertas del modular y busca la etiqueta
roja de una botella. Empina el frasco de
grapa que gorgotea, baja y borra el
sabor inmundo que persistía en su boca.
Una
vez barrida la garganta vuelve al baño, abre la ducha, corre la mampara y
entra. Se quema… se congela… se quema... despierta.
Preparó
café nuevo en un jarro y comenzó a beberlo. Tenía mucho por hacer antes de que
el sol saliera.
Abajo
la calle seguía silenciosa, la madrugada era fría. Sacó un maletín que se
encontraba dentro del ropero y lo colocó sobre la mesa, se puso el sobretodo y
salió. Bajó los dos pisos de escaleras concentrado en el pasamano. El viento lo
despeinó al entrar en la vereda. Caminaba junto a las paredes, esquivando uno
que otro charco dejados por la lluvia nocturna. Había repasado minuciosamente
cada secuencia de su trabajo. Recordaba de memoria el plano de la calle en la
que se ubicaría. Durante el tiempo que estuvo en el departamento se dedicó
metódicamente a memorizar los pasos a seguir y cada pormenor era registrado
semana a semana en su libreta. Había logrado serenar y aquietar su cabeza de
todo ruido, que pudiera sacarlo de foco. Dibujó en el techo de la habitación un
pequeño círculo negro, del tamaño de una tapita de gaseosa y se abocó a
contemplarlo durante horas enteras. Logró permanecer un día entero, hasta el
amanecer del siguiente, en este ejercicio, que le permitiría mejor “lo suyo” y
limpiar la cabeza de voces y malos pensamientos, solo debía ser efectivo y lo
sería. Hace años había tomado este camino y tenía asumido el compromiso
personal de seguir y aceptar las consecuencias últimas de su oficio.
Entra
a un edificio a siete cuadras del suyo. Debe subir por las escaleras. Desde el último piso de otra torre, lo vemos
aparecer y desaparecer a medida que sube. Llega a la puerta del piso treinta y
tres. Saca unas llaves del bolsillo de su piloto y abre. La habitación vacía,
sobre una alfombra verde, mesa y dos sillas. Mira el reloj, se sienta y del
maletín saca las piezas de un arma, sus manos trabajan solas. Se ubica con el
rifle junto a la ventana y espera. Busca en su propia respiración, va serenando
el pulso, lo aquieta, lo acerca a la
muerte. Se abren las puertas de un auto. Todo se detiene. El tiempo es
distancia y resistencia del viento. El ojo busca a un hombre que se mueve
cauteloso entre otros cuerpos. Su ojo se acerca, lo toca, siente su calor en la
pupila dilatada. Un disparo suelta las agujas, que ahora corren. Una bala cruza
la calle y busca su cabeza. La ventana estalla, su cien explota y el impacto lo
duerme sobre la alfombra verde del piso treinta y tres. Descansa, con la nuca
apoyada sobre un charco.