martes, 20 de mayo de 2014

EL FRANCOTIRADOR



En una habitación pequeña y oscura, un hombre duerme boca arriba. Abre los ojos y vuelve a cerrarlos. Abiertos, clavados en un punto del cielo raso. Sobre la almohada, su mano derecha descansa borrosa. El dedo anular comienza a moverse fuera de foco, se detiene al contacto con el pulgar. Levanta su espalda y se incorpora sin ver. Finalmente se levanta. Camina dormido por el pasillo, sus manos acarician a ambos lados la pared, hasta llegar al baño. Cepilla sus dientes sin despertar. Salpica el espejo. Deja correr el agua. Cierra la canilla sin lavarse la cara.
Entra en la cocina. Los platos sucios sostienen la grasa desde hace tres días, sólo ha cambiado el olor del ambiente. Hierve una jarra con café, se sirve una taza y lo traga con asco. Contiene una arcada con su mano sobre la boca. Cuatro pasos hasta el comedor. Se abren las puertas del modular y busca la etiqueta roja de una botella.  Empina el frasco de grapa que gorgotea, baja  y borra el sabor inmundo que persistía en su boca.
Una vez barrida la garganta vuelve al baño, abre la ducha, corre la mampara y entra. Se quema… se congela… se quema... despierta.
Preparó café nuevo en un jarro y comenzó a beberlo. Tenía mucho por hacer antes de que el sol saliera.
Abajo la calle seguía silenciosa, la madrugada era fría. Sacó un maletín que se encontraba dentro del ropero y lo colocó sobre la mesa, se puso el sobretodo y salió. Bajó los dos pisos de escaleras concentrado en el pasamano. El viento lo despeinó al entrar en la vereda. Caminaba junto a las paredes, esquivando uno que otro charco dejados por la lluvia nocturna. Había repasado minuciosamente cada secuencia de su trabajo. Recordaba de memoria el plano de la calle en la que se ubicaría. Durante el tiempo que estuvo en el departamento se dedicó metódicamente a memorizar los pasos a seguir y cada pormenor era registrado semana a semana en su libreta. Había logrado serenar y aquietar su cabeza de todo ruido, que pudiera sacarlo de foco. Dibujó en el techo de la habitación un pequeño círculo negro, del tamaño de una tapita de gaseosa y se abocó a contemplarlo durante horas enteras. Logró permanecer un día entero, hasta el amanecer del siguiente, en este ejercicio, que le permitiría mejor “lo suyo” y limpiar la cabeza de voces y malos pensamientos, solo debía ser efectivo y lo sería. Hace años había tomado este camino y tenía asumido el compromiso personal de seguir y aceptar las consecuencias últimas de su oficio.
Entra a un edificio a siete cuadras del suyo. Debe subir por las escaleras.  Desde el último piso de otra torre, lo vemos aparecer y desaparecer a medida que sube. Llega a la puerta del piso treinta y tres. Saca unas llaves del bolsillo de su piloto y abre. La habitación vacía, sobre una alfombra verde, mesa y dos sillas. Mira el reloj, se sienta y del maletín saca las piezas de un arma, sus manos trabajan solas. Se ubica con el rifle junto a la ventana y espera. Busca en su propia respiración, va serenando el pulso,  lo aquieta, lo acerca a la muerte. Se abren las puertas de un auto. Todo se detiene. El tiempo es distancia y resistencia del viento. El ojo busca a un hombre que se mueve cauteloso entre otros cuerpos. Su ojo se acerca, lo toca, siente su calor en la pupila dilatada. Un disparo suelta las agujas, que ahora corren. Una bala cruza la calle y busca su cabeza. La ventana estalla, su cien explota y el impacto lo duerme sobre la alfombra verde del piso treinta y tres. Descansa, con la nuca apoyada sobre un charco.